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El mito del miedo

Nos imaginamos simiescos y semidesnudos, parados en el medio de un mundo desconocido

septiembre 14, 2020 Por Ameht Rivera

El miedo, calumniado injustamente como un mal de la humanidad, ha sido más bien un acicate para la evolución y progreso del ser humano. Si, en esa nave del tiempo llamada imaginación, nos remontamos a los verdes inicios de la humanidad, cuando el ser humano desarrollaba, a la par de habilidades nuevas, una conciencia crítica de su entorno. Podemos imaginarnos a nosotros mismos, simiescos y semidesnudos, parados en el medio de un mundo desconocido y amenazante que nos produce pánico: el rayo que cae sobre la cueva, el león que ruge hambriento hacia nosotros, el viento que destroza a nuestros hermanos árboles.  

Todos estos fenómenos nos provocan miedo, básicamente porque por instinto se teme lo que se desconoce. Ante esa perspectiva desafiante tenemos que remontar esa emoción paralizante y enfrentarnos con dichos fenómenos para domeñarlos. Pero domesticar al rayo es imposible. La única manera de someterlo a un orden aparente, que lo despoje de su aura pánica, es ejerciendo sobre él una especie de domesticación suave: comprenderlo.

Es ahí (gracias al miedo) donde nace nuestra necesidad de explicarnos el rayo, de domesticarlo explicándolo. Necesitábamos darle un orden a ese entorno caótico para sentirnos tranquilos y andar más a nuestras anchas en este mundo que todavía no podemos llamar nuestro. En ese sentido el mito es un hijo del miedo: la primera intentona de nuestra raza primitiva hacia la domesticación del caos circundante.

¿Qué mejor manera de trocar en menos horrorosos esos fenómenos naturales que hacerlos nuestros semejantes?: empezamos entonces a personalizarlos (a humanizarlos) con base en sus particularidades: el rayo era un gruñón; el río era apacible; el viento, juguetón. Y así, de ser unos desconocidos incómodos, los volvimos nuestros hermanos mayores: habían nacido los primeros dioses: el dios del rayo, el dios del río, el dios del viento.

Con esta nueva familia de seres divinos rondando por la Tierra, también había llegado la primera religión primitiva: el animismo. Pero esta aventura del miedo y la imaginación no paró ahí. Ya habiendo creado una familia de dioses a nuestra imagen y semejanza, entre el canto y el fuego, inventamos una trama que hilaba las vidas y personalidades de cada dios. Así, con este nuevo evangelio transmitido de boca en boca nos explicamos el mundo y sus fenómenos: nació la primera cosmogonía, es decir una serie de principios fiables, compartidos por la comunidad, que le daban un orden aparente a nuestro entorno, despojándolo del aura azul del miedo.

De esta manera los mitos fueron nuestra manera de domesticar el miedo. Una respuesta comunitaria a la pregunta ¿qué es eso? De ese miedo primigenio a lo desconocido nació, no solo la religión, también el arte y la ciencia. Tres pilares sobre los que se erigió el templo del progreso humano. Esta manera de explicarse el mundo, a través de los mitos, permeó toda la humanidad, cada tribu humana tenía los suyos. Y aprendimos a vivir relativamente en paz con el (cada vez más nuestro) mundo tratando, de vez en cuando, de tranquilizar los ánimos de nuestros dioses con alguna ofrenda de humo o sangre, según dictara nuestra antigua religión.

Un día, en las lindes de Medio Oriente, donde el Mar Jónico baña un archipiélago colonizado a espada por los antiguos griegos, un hombre se preguntó ante el caos circundante: ¿cuál es el origen de todas las cosas? Y su respuesta se basó, no en la imaginación acicateada por el miedo, sino en la observación impelida por la curiosidad y la ulterior deducción de principios con base en lo que se veía.

Ese griego era Tales, oriundo de la isla de Mileto y heredero del antiguo conocimiento babilónico. Con los mitos dando una explicación tranquilizante sobre la creación y sus fenómenos, el ser humano cambió el miedo por la curiosidad. Y así nació una nueva manera de explicarse el mundo: la ciencia, y con ella se destronaba a los antiguos dioses domésticos para dar paso a una nueva especie de deidades impersonales: las leyes naturales. Había muerto el miedo y nacido la curiosidad, había muerto el mito y nacido la diosa ciencia para que el ser humano viviera tranquilo.

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